La escuela, como invención occidental moderna, expandida globalmente entre los siglos XIX y XX, tomó para sí la tarea de la educación (definida ésta también en la modernidad). Dicha invención se configuró en unas lógicas diferenciables, en varios sentidos: racionalización de los espacios, tanto edificios y aulas con circulación y ubicación de las personas planificada; racionalización de los tiempos para cada actividad; organización del tipo de contacto con el “exterior”; diferenciación de los actores ya que, por una parte, los niños devienen estudiantes, uniformados y portando elementos propios al espacio, graduado mediante rituales de paso y, los maestros, que limitan su movimiento, enseñan y, para el periodo histórico abordado, castigan. Así mismo, la escuela se convirtió en forma obligada de socialización, según las disposiciones de la época.
En el escenario anterior, el dibujo, como materia escolar, debía contribuir a la configuración de nuevas subjetividades, atravesadas por las concepciones lineales de un tiempo que avanza hacia el progreso: un tipo de ser humano que se desempeñara bien en las fábricas.
No obstante la hegemonía de este tipo de dibujo escolar, fue posible encontrar, en los debates, los manuales, planes y publicaciones para maestros, entre 1892 y 1917, voces que defendieron la democratización de otras formas de dibujo y del gusto, descartando como objetivo la educación de buenos obreros y priorizando la formación, antes que la mano de obra calificada.
Revisitar la historia, en este caso, nos sirve para pensar el presente de la educación artística, en la observación atenta de los intereses a los cuales atiende, en tiempos calificados como de crisis social.
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